La mayoría de las asociaciones que hacemos con el cine nos recuerdan a una tarde lluviosa en la que entramos a una sala de cine para salir de noche comentando los sentimientos que la película revolvió dentro de nosotros. No sé si en especial sólo me pasa a mí que muchos de esos recuerdos no son en la tarde o en la noche, son a la mitad de un domingo con un día soleado, en lo que se llama una matiné.
La costumbre de ir a la matiné viene de mis abuelas, ambas amantes del cine aunque de géneros completamente opuestos. Con una de ellas recuerdo entrar al cine Manacar para ver Indiana Jones y con la otra esconderme debajo de su abrigo para entrar al cine Morelos a ver una artística película francesa, prohibida y semi pornográfica llamada Nana.
Aunque sigue siendo un extraño sentimiento el salir de un lugar completamente oscuro en pleno día, la costumbre de ir a la matiné no la he perdido. A fin de cuentas no creo que sea tan mala opción ir cuando la sala está semivacía, sin largas colas y además con gente que en verdad va para ver la película y no a platicar, comentar o incluso juguetear en la sala.
Debo aceptar que la concurrencia de personajes que acuden a estas funciones no es del todo común. Desde un par de señoras de la mano de edad incalculable hasta el chavo solitario, morral en mano y pelo que no sólo deja ver la forma de la almohada si no hasta la marca.
Pero la sensación de empezar el día con una reflexión en mente de un gran director y con la idea de que todavía nos queda toda la tarde para volver a entrar al cine es insuperable. Es como cambiar una tarde de café con los amigos por un largo desayuno con una sobre mesa todavía más larga e interesante.
Así es que si algún día alguien quiere sacar su lado vampiresco y ocultarse del sol en una sala de cine en pleno verano ya saben con quien hablar.
Nadie...
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